5 de agosto de 2010

Llueve, llueve

Hace poco hablé de las lluvias que azotan la Ciudad de la Esperanza, como la bautizó el ex gobernador del Distrito Federal hace ya algunos ayeres y pensé, ilusamente, que ahí terminaba la historia. Bueno, pues parece que esto no es así. Sigue lloviendo a cántaros, a torrentes, imparablemente, sin la menor piedad por los habitantes de esta ciudad.

Sé que la Ciudad de México no es la única que se ha visto afectada por estos fenómenos y caprichos del medio ambiente, pero como yo vivo en este lugar, pues me toca hablar de lo que estoy experimentando, aunque la opinión de habitantes de otras ciudades puede ser distinta, mucho peor o más llevadera que la nuestra.

La ciudad es un charco inmenso, y no hay día en que las cosas no se pongan un poco peor. Llueve por la mañana, por la noche, al mediodía… a todas horas. Es difícil salir sin un paraguas, que se ha convertido en un elemento básico de supervivencia, y en todas partes se ven personas agazapadas bajo los techos de las casas, imposibilitadas a seguir su camino. Todo huele a humedad, a cuerpos mojados, a cañerías que parecen surtideros y que las autoridades, con un poco de imaginación, podrían convertir en fuentes. Je, je. Fuentes de aguas negras, por supuesto. El sistema de drenaje se ha visto sobrepasado, y por mucho, y me parece que el Valle de México no está muy lejos de convertirse en ese lugar poblado de lagunas por donde navegaban las chinampas sobre las que nuestros antepasados practicaban la agricultura.

En fin, que así están las cosas en este lugar, y lo más desagradable (hasta cierto punto) es verse atrapado dentro de casa si no desea uno pescar un resfriado por el chapuzón que implica salir a la calle y respirar un poco de aire puro.

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